El 1ro. de marzo no solo se inicia el período de sesiones ordinarias del Congreso Nacional, sino que también se termina el monopolio del oficialismo para fijarle la agenda a la política argentina. Se abre otra etapa que seguramente será para alquilar balcones en la medida que la crisis económica se sienta más fuerte.
Vistos los primeros 75 días del gobierno del león, se abren varios interrogantes estratégicos. Uno clave –que ya está sobre la mesa y seguramente se va a incrementar- se refiere a qué tiene que hacer la nueva administración con el conflicto social derivado del ajuste y que compete directamente a decisiones del Estado (transporte, docentes, sanidad). Está claro que las motivaciones no son todas genuinas, sino que también estará presente todo el tiempo la pulseada política. Precisamente por eso, es importante la complejidad de la maniobra. Veamos dos escenarios.
Escenario 1: el gobierno se niega a negociar o, al menos, a aceptar las demandas que le hacen. Entra en un juego de fricción que complica sobre todo a los usuarios en la medida que el problema no se resuelva. El equipo del presidente dice que así deja expuesta a la casta –en este caso sindical- frente a “los argentinos de bien”. Es verdad que, en ese juego, el primer mandatario se favorece. Pero no es tan sencillo, porque la película no termina ahí. Si los conflictos se acumulan y todo huele a caos, el que termina desgastado es el gobierno, porque si bien tendría razones legítimas frente a la opinión pública, el reclamo a “solucionalo de una vez” termina siendo clave. El que dirige el Estado no tiene ninguna capacidad para hacer funcionar los servicios básicos si los trabajadores se niegan (en todo caso, siempre son soluciones de mediano plazo). Por lo tanto, el gobierno puede no ceder, pero debe tener en cuenta que la contraparte –los sindicalistas- no tienen nada que perder en materia de imagen pública. Puede decidir empezar a cazarlos uno a uno por temas de corrupción, pero nada es inmediato, y además la crisis sigue. O puede esperarlos, no pagando los sueldos de los que hacen paro, hasta ver quién se queda primero sin oxígeno.
Escenario 2: el gobierno se sienta a negociar y va cediendo para calmar las aguas. Ahí gana tiempo y apacigua el conflicto social, pero ya no tendría facilitada la gran carta de “ellos son unos salvajes que perjudican a la gente”. Los sindicalistas –viejos zorros y buenos tácticos- estarían todo el tiempo midiendo la capacidad de resistencia del oficialismo, hasta ver cuándo le pueden torcer el brazo. Eso puede implicar dos cosas: 1) lo hacen quedar como débil frente a las demandas sectoriales, y sobre todo 2) pueden hacerle trastabillar su plan de ajuste, como terminó fracasando el Plan Austral en su momento.
El contexto de todo esto es que el gobierno tiene como prioridad bajar la inflación a como dé lugar, y eso implica hacer un mega ajuste sin plata que lo financie, por ahora (de paso, vale recordar algo que ya comentamos, se confirmó que la cosecha no va a ser tan buena como se pensaba, y eso implicará una mayor exigencia sobre el sector externo, que podría inducir una nueva devaluación). Los sindicalistas se aprovechan de una faceta de la crisis que los ayuda a presionar: en los próximos meses se incrementará el uso de servicios públicos de salud y educación por deterioro de los ingresos de la clase media, la cual pedirá que esas cosas funcionen.
Estas situaciones se iban a dar obviamente. El punto es qué pensaba hacer el gobierno para que no se le complique el panorama. Sigue improvisando sobre la marcha –no iba a fijar salario mínimo por una cuestión filosófica y ahora lo hace; no iba a sentarse a una paritaria docente pero… algo semejante a eso habrá; la reforma laboral ahora iría por ley; ya no habrá ley ómnibus, sino varias “leyes Fitito”). Desdramaticemos: toda administración refundacional cree que podrá “comerse a los chicos crudos”, y después se da cuenta que tiene que recapacitar y no comprarse problemas innecesarios. Sin embargo, perdió dos meses, perdió credibilidad y perdió iniciativa. Ni hablar de la complicada relación con los gobernadores de todos los colores (¿volvimos a unitarios y federales?).
Con este cuadro, la pregunta que un estratega político se haría es ¿y las buenas noticias para cuándo? “Acá no hay buenas noticias para dar, acá hay que entender que se debe ajustar”. Sí, pero… falta astucia. El gobierno corre detrás de su propio ajuste. Acaba de anunciar un incremento a los jubilados como reacción a la inflación veraniega. Habló de una ayuda para pagar las escuelas privadas. Frente a las fuertes malas nuevas, las buenas lucen cortas y además no tiene una cara amable que sepa usufructuarlas políticamente. Parecen haberse olvidado de la lógica del palo y la zanahoria, la cual requiere cierta habilidad: el burro tiene que entusiasmarse con la zanahoria pese al palo, no olvidarse de la zanahoria porque solo le recuerden el palo. La corrupción ajena no alcanza para compensar. Los gastos del equipo Grabois, los gerentes del PAMI o los “chocolates” en primera plana son útiles, pero no son la gran herramienta.
En el medio suceden cosas relevantes para el presidente, como la visita de Blinken y Gopinath, señal de “queremos que te vaya bien, porque este año no necesitamos un problema más de los que ya tenemos”. El león no come vidrio: irá al encuentro de conservadores en EE.UU. pero casi descartó una foto con su amigo Trump. La elección americana por ahora es un escenario abierto (no vaya a ser que Juan Domingo Biden gane).
La otra cosa relevante es que vinieron en masa los representantes de los bancos internacionales y los fondos de inversión con el lema “elijo creer” (solo les falta un himno como el de La Mosca). No ven la calle demasiado agitada y no les preocupa la gobernabilidad. Están prestos a dar una mano… y hacer negocios.
Para el re-estimado Alberdi, gobernar era poblar. Para Perón, gobernar era crear trabajo. Para Javier “Sinley”, parece que gobernar es tuitear.
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