No es algo nuevo. Por el contrario, es habitual. O, mejor dicho, es habitual en los regímenes autoritarios. Más aún, en los dictatoriales. Frente a cualquier tipo de protesta popular, represión. No importa el motivo: COVID, libertades públicas, reivindicaciones étnicas y/o religiosas, todo vale para reprimir. Lo único permitido es el silencio.
También en el plano internacional, el gobierno chino se autoproclama dueño de la verdad absoluta. Es, por ejemplo, el caso del denominado Mar de la China Meridional. Fue el antiguo gobierno nacionalista -también una dictadura- que estableció unilateralmente, durante la década de 1940, los límites de la reivindicación soberana.
Cuando los comunistas tomaron el poder en 1949, continuaron con las pretensiones anteriores que abarcan la soberanía sobre las islas Paracelso, situadas frente a las costas de Vietnam y de las islas Spratley, ubicadas frente a las costas malayas y del Sultanato de Brunei de la isla de Borneo.
Para reafirmar sus ambiciones, China no solo ocupa militarmente algunas de las islas reivindicadas, sino que “construye” otras para asentar bases para sus navíos de guerra. Si las Paracelso representan un conflicto entre China, Taiwán y Vietnam, en las Spratly chocan además las reivindicaciones de los anteriores más las de Filipinas, Malasia y Brunei.
En 2016, Filipinas logró una sentencia favorable de la Corte Permanente de Arbitraje con sede en La Haya, Países Bajos, respecto de la reivindicación sobre el Bajo de Masinloc, un banco de arena también conocido como Scarborough por el nombre de un mercante británico encallado en 1784.
Pues bien, China lisa y llanamente desconoció el fallo y mantiene una ocupación militar sobre el Bajo de Masinloc con un dudoso ofrecimiento a Filipinas de una hipotética exploración conjunta de yacimientos de hidrocarburos. Si el fallo me favorece, bien, sino lo desconozco y listo.
El problema trasciende a las islas Paracelso, a las Spratley y al Bajo de Masinloc. Ya no es regional, sino internacional. Hasta el 2016, las pretensiones chinas solo consistían en una reclamación diplomática. Desde entonces, se lleva a cabo la ocupación militar de islas e islotes, naturales o artificiales.
Si el uso de la fuerza para resolver conflictos no es tolerable, menos aún lo es el objetivo chino de declarar su soberanía completa sobre el Mar de la China Meridional. Si así ocurriese, China controlaría la mitad del tránsito comercial mundial y la mayor parte del transporte de combustibles que consumen los países del sudeste asiático.
En definitiva, la disputa es sobre la libertad en el uso de los mares internacionales. Y en tal sentido, las pretensiones chinas no solo chocan con sus vecinos meridionales, no solo destruirían a un estado próspero como Singapur, sino que colisionan con los Estados Unidos, garante internacional de aquella libre circulación en los mares del mundo.
Las reacciones internacionales frente al expansionismo chino suelen ser disímiles en función de las definiciones que cada país hace de dicho expansionismo. No obstante, en algo coinciden casi todos: la desconfianza. Desconfianza que no neutraliza iniciativas de inversión -a altísimo costo- como la Ruta de la Seda, ni el voluminoso comercio exterior con Occidente.
Menos aún, tras el intento de “zarpazo” que el autócrata Vladimir Putin extendió sobre Ucrania y que China se cuidó muy bien de condenar. Lección cada vez más aprehendida: el comercio no garantiza la paz.
El prestigioso semanario alemán, editado en Hamburgo, Der Spiegel, publicó un informe elevado por el Ministerio de Relaciones Exteriores al Canciller Federal Olaf Scholz donde recomienda definir a China como “un socio, un competidor y un rival sistémico” y precisa que los “dos últimos aspectos adquieren cada vez mayor peso”.
El zenit de Bali
El presidente Xi Jinping, tras una larga ausencia personal, de reuniones internacionales y viajes al exterior llegó a la isla indonesia de Bali pleno de confianza -más algo de soberbia- tras su retención y profundización del manejo de los resortes del poder en el Estado chino.
Es que los resultados del Vigésimo Congreso del Partido Comunista (PCC) indican que la dictadura china dejó de ser partidaria para convertirse en unipersonal. Xi Jinping no solo quebró la regla de dos mandatos máximo, sino también la de edad activa -68 años- de sus dirigentes y, en su haber, agregó la de un equipo de conducción homogéneo tras su figura.
Xi -69 años- logró deshacerse de los dos “moderados” del Comité Permanente del Bureau Político del PCC, órgano máximo de poder del país -uno de ellos el primer ministro Li Keqiang- y de otros dos miembros por su edad y los reemplazó por cuatro acólitos, entre ellos el nuevo número dos del régimen, Li Qiang.
Precisamente, el ascenso de Li Qiang es una demostración de la captura unipersonal del poder por parte del presidente Xi. Y es que Li, secretario general del partido en Shanghai fracasó rotundamente en el manejo del COVID cero en su jurisdicción. Pero su lealtad a Xi es, hasta el momento, a toda prueba. Y en las dictaduras, lealtad mata eficacia.
En esto de los “leales” hay que contabilizar a los que dicen -desde una pseudo “altura” intelectual- aquello que el todopoderoso de turno ama escuchar. Es el caso de Wang Huning, un intelectual que, desde hace tres décadas, teoriza acerca del “ocaso” de los Estados Unidos. Razón no parece tener, pero “suena lindo…” para los oídos de Xi.
Si faltaba un episodio para poner en claro la suma del poder público del autócrata fue la humillante salida del Congreso del expresidente Hu Jintao, obligado por dos miembros de la seguridad de abandonar la tribuna ante las cámaras de televisión de todo el mundo -no así las chinas-. Se trató de una demostración clara de poder total.
Sencillo, las ideas de Hu de una democracia inter partidaria no tienen más espacio. Todo el espacio es… Xi. Sin dudas el relato sobre un adelantamiento frente a los Estados Unidos -siempre reportado, ahora al 2049- y la campaña anticorrupción que siempre recae sobre aquellos que se oponen al “rey” Xi, operaron firmemente en favor de la “intronización”.
Pero no fue todo. El argumento que blandió Xi fue la seguridad nacional. Argumento que es aplicable a todos los usos. Desde la justificación para destruir la resistencia democrática en Hong Kong hasta el control de Internet o la producción agrícola y la de semi conductores. Todo es materia de seguridad nacional.
Según Xi, “es el fundamento de la nueva nación”. En todo caso, el nuevo fundamento de su poder absoluto. Desde hace ya veinte años hasta la fecha, la definición oficial era exactamente la contraria: como el país no afrontaba ningún peligro entonces estaba en condiciones de concentrarse en su desarrollo económico.
En su informe al Congreso del PCC, Xi reemplaza la economía como elemento central del futuro de China por la seguridad nacional. Rápidamente, Xi recibió, por su informe, las felicitaciones -cuando no- del presidente ruso Vladimir Putin y del líder norcoreano Kim Jong-un.
Frente a la rivalidad con Estados Unidos, el presidente incorpora en el Bureau Político del PCC a seis miembros con responsabilidades sobre aspectos científicos y al general He Weidong como segundo vicepresidente de la Comisión Militar Central, uno de los principales artífices de las maniobras militares sin precedentes de agosto 2022 alrededor de Taiwán.
Xi hizo aprobar por el Congreso una resolución que obliga al partido a “combatir y frenar decididamente cualquier tentativa separatista que aliente la independencia de Taiwán” y en su discurso dijo que hace falta convertir al Ejército Popular en un ejército de primer nivel mundial”.
La invasión de Taiwán
El verano boreal del 2022 presenció una agresividad nunca vista anteriormente de aviones y barcos de guerra chinos sobre el espacio aéreo y marítimo de Taiwán. En rigor, la zona de defensa aérea, una especie de zona de prevención que, si bien no es considerada como de soberanía, da la alarma generalizada para las defensas taiwanesas, cuando es penetrada.
Fueron cientos de aviones, varios navíos de guerra y unos cuantos misiles que “sitiaron” militarmente la isla tras la visita que la renunciante titular de la Cámara de Representantes de los Estados Unidos, la oficialista Nancy Pelosi llevara a cabo a Taiwán pese a las advertencias chinas.
La reacción absolutamente desmedida hizo pensar en un inicio de invasión, alertó a las considerables defensas taiwanesas y a sus aliados, particularmente los Estados Unidos, además de Japón y Corea del Sur. Cabe destacar que Japón gobernó la isla desde finales del siglo XIX hasta el fin de la Segunda Guerra Mundial.
China considera a Taiwán como parte de su integridad territorial, una consideración con algo, pero no mucho, de asidero histórico. En rigor, el poblamiento masivo chino es reciente. Se remonta a los soldados, funcionarios, intelectuales y hombres de negocios que abandonaron China en 1949 tras el triunfo de las tropas comunistas.
Nunca hasta la fecha fueron conocidos planes reales de ocupación chino-comunista de la próspera isla. Es más, en 1949, el dictador Mao decía a sus generales que debían prepararse para una intervención norteamericana en Taiwán. Hoy, todo cambió.
Nadie puede hablar de inminencia frente a la invasión, pero nadie puede descartarla. De hecho, los planes para la invasión existen. Estiman entre 300 mil y un millón de soldados necesarios para llevar a cabo la operación. Comprenden tres fases diferenciadas.
La fase 1, compuesta por bloqueo y bombardeos, estará precedida por ciberataques lanzados desde el continente sobre Internet, las comunicaciones estatales taiwanesas y los satélites norteamericanos posicionados sobre el Océano Pacífico.
A su vez, Los misiles de la Fuerza de Cohetería -una de las cinco ramas del Ejército Popular de Liberación (EPL)- deberán asegurar el dominio del cielo. Esto último es una lección aprendida del fracaso ruso en Ucrania. La doctrina de la operación habla de “aterrorizar la isla hasta la total sumisión”, con bombardeos sobre las sedes de gobierno y la infraestructura.
La fase 2 consistirá en el desembarco de fuerzas anfibias sobre las islas próximas al continente como Kimen, Matsu y el archipiélago Penghu. Se trata de operaciones ofensivas-defensivas. De no lograrlo, el contraataque taiwanés desde las islas alcanzará bases continentales a distancia de tiro de misiles.
Inmediatamente después llegará el desembarco sobre Taiwán misma, en particular, la cuarta ciudad del país, Taiyuán, con pista de aterrizaje internacional y refinerías de petróleo. El ataque deberá alcanzar el éxito dentro de las cuatro horas de lanzado para evitar el contraataque norteamericano.
Por último, la fase 3 que prevé la generalización del combate en toda la isla, primero a través de fuerzas aerotransportadas con batallones de quinientos hombres y luego con el desembarco de fuerzas de tierra.
¿Factible? Según el experto Ian Easton, autor del libro “La amenaza de la invasión china a Taiwán”, los generales chinos son conscientes de sus debilidades operacionales, particularmente las logísticas en el transporte marítimo de cientos de miles de hombres, a las que se debe agregar las topográficas y las climáticas. En síntesis, invasión solo en abril o en octubre.
La derrota sanitaria
Fiel a su convencimiento dictatorial, incrementado tras su triunfo en el Congreso del Partido Comunista, el presidente Xi Jinping parece considerar que su fuerza de voluntad y sus deseos son capaces, por sí mismos, de modificar la realidad.
Cierto es que no fue el único en diseñar una política sanitaria de cero COVID basada en el encierro de la población en barrios, ciudades y regiones donde eran verificados casos de contagio. También en países tan liberales como Nueva Zelanda, Australia y Suecia, por citar solo algunos, la estrategia cero COVID fue puesta en práctica.
Pero, al tiempo, comenzó a ser abandonada. La vacunación y la economía influenciaron fuertemente para el abandono de aquella rigidez, a todas luces insostenible en el tiempo. Insostenible para casi todos menos para el autócrata chino.
No dio marcha atrás pese a los deterioros económicos, la mucho menor evolución de la producción, el cierre de empresas y la pérdida de puestos de trabajo. Pareció decir que “no es la realidad la que me maneja, sino soy yo quién la moldea”.
Y no fue así. Salió mal. El duro del Congreso del PCC, el eventual invasor de Taiwán, el conquistador del Mar de China Meridional, el liquidador de los resabios de democracia en Hong Kong, el represor de las minorías étnicas tibetana y uigur, debió dar marcha atrás.
Fue precisamente en la reprimida Urumqi, capital de la Región “Autónoma” del Sinkiang, poblado por uigures de fe musulmana donde el brazo se torció. Pocos muertos en un edificio en llamas fueron suficientes. Por las restricciones del COVID, los bomberos no pudieron llegar a tiempo al lugar del siniestro.
Todo cayó. O, mejor dicho, cayó el miedo. En toda China, universitarios, obreros, oficinistas salieron a las calles a protestar. Con formas novedosas como el despliegue de carteles en blanco, cuyo significado de protesta nadie ignoraba, pero que rendían imposible una inculpación judicial ante la nada escrita.
No fue solo la novedad de las formas. El fondo de las protestas evolucionó a pasos rápidos hacia un reclamo de libertad que se sabe cuándo y como empezó pero que no se sabe hasta donde llegará.
Xi Jinping cedió. La política de cero COVID, de hecho, no existe más en China. Los manifestantes se atreven a pedir libertad, peor aún, elecciones libres y califican a Xi de traidor y dictador. No hay represión violenta, aunque sí “visitas” indeseables a los domicilios de los protestatarios.
Con todo, la rapidez de la media vuelta en el asunto del COVID lleva a la pregunta si la homogeneidad lograda en el Congresos del PCC sigue adelante. Temprano para decirlo, aunque queda claro que las manifestaciones debilitaron al “todopoderoso” Xi.
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