En los últimos tiempos, el término "batalla cultural" ha adquirido una centralidad inusitada en el debate público y en el análisis político. Su presencia es tan constante que resulta difícil pensar la dinámica social sin notar la influencia de las disputas que atraviesan los medios de comunicación, las redes sociales y la vida cotidiana. Lejos de ser una novedad, esta pugna por la construcción de sentidos, valores y narrativas colectivas, tiene raíces profundas en la historia del pensamiento político.
Fue el pensador marxista Antonio Gramsci quien planteó que la batalla cultural era el medio más importante para lograr y mantener el poder.
Su auge contemporáneo responde, en parte, a la crisis de los grandes relatos políticos y al surgimiento de nuevas identidades que reclaman reconocimiento. Vivimos una época en la que los acuerdos básicos parecen desvanecerse, y en la que la lucha por definir lo social se traslada del terreno económico al cultural. Este desplazamiento genera escenarios complejos, donde lo que está en juego no es solo el acceso a recursos materiales, sino la legitimidad de los modos de vida, las tradiciones y las visiones del mundo.
Desde la perspectiva gramsciana, esta lucha es el terreno privilegiado para la construcción de hegemonía, ya que le permite a determinados grupos moldear el imaginario social y orientar el consenso hacia sus intereses. Se trata en última instancia, de la lucha por el control del pensamiento y la cultura de una sociedad, mediante el uso de las instituciones y los mecanismos culturales. Sin embargo, abordar la batalla cultural desde una postura crítica nos lleva a preguntarnos por sus efectos sobre los sistemas de convivencia democrática.
En mi opinión, la batalla cultural, lejos de enriquecer la pluralidad democrática, se presenta en abierta contraposición a los valores que sustentan una sociedad abierta. Al colocar el eje de la acción política en la confrontación de identidades, relatos y visiones del mundo, la batalla cultural tiende a fomentar la división y la polarización social. Bajo esta lógica, las diferencias dejan de ser matices debatidos en el espacio público y se transforman en barreras infranqueables que dificultan el diálogo democrático y la construcción de acuerdos.
La política es en esencia un sistema para gestionar los conflictos, y tomar decisiones en representación de la sociedad. Cuando la política gira en torno a la imposición de una visión cultural sobre el resto, solo se logra afianzar sistemas autocráticos y hegemónicos, en los cuales el pluralismo y la diversidad de voces quedan marginados. En vez de promover la sana competencia de ideas y la deliberación racional, la batalla cultural suele derivar en la lógica de amigo-enemigo, donde quienes piensan diferente son vistos como amenazas a erradicar, más que como interlocutores válidos en el marco de una ciudadanía compartida.
La democracia no solo se basa en la existencia de reglas e instituciones, sino en una actitud de apertura al disenso y una disposición al acuerdo. Cuando la batalla cultural se instala como horizonte privilegiado de la acción política, lo hacen para reforzar liderazgos carismáticos o autoritarios que se presentan como encarnaciones de la "voluntad popular" frente a supuestos enemigos internos o externos. Esto contribuye al fortalecimiento de sistemas autocráticos y hegemónicos, donde la participación ciudadana se reduce a la sumisión a un proyecto único y excluyente.
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