Si en el año 1983 se les hubiera preguntado a los argentinos si poder elegir gobierno era democracia, creo que los que vivieron en aquel momento, lo hubieran aceptado; ya que la elección vislumbraba la luz al final del túnel de lo que fue la más siniestra y sangrienta dictadura militar que nos haya tocado vivir. Hoy, si realizáramos la misma pregunta, sin dudas la respuesta sería que no. Que no es suficiente.
La democracia, luego de 40 años significa mucho más que ejercer el derecho al voto. La asociamos con la educación como medio de movilidad social ascendente, con la justicia social, con el desarrollo económico y con la plena libertad de los derechos políticos, civiles, sociales y económicos y mucho más.
La democracia moderna se ha transformado es un modo de vida. En sentido estricto, la democracia es una forma de gobierno que permite el funcionamiento del Estado, en el cual las decisiones colectivas son adoptadas por el pueblo mediante mecanismos de participación (voto), que le confieren legitimidad a los representantes que son quienes las implementan.
En sentido amplio, democracia es una forma de convivencia social en la que todos sus habitantes son libres e iguales ante la ley. La democracia moderna se sostiene en pilares que permiten su ejercicio, estos son: la división de poderes, la tolerancia, la alternancia en el ejercicio del poder y de la diversidad ideológica, para ofrecer mayores y mejores opciones políticas a los ciudadanos.
Surgida en las ideas de Aristóteles en la Grecia Antigua como el gobierno del pueblo, ejercido en forma directa, y luego retomada en el siglo XIX, como la aspiración revolucionaria de las clases burguesas que luchaban por el reconocimiento de los derechos civiles y políticos, la democracia siempre fue presa de intensas disputas teóricas y prácticas.
Esta tensión quedó ejemplificada, por ejemplo, en las posiciones en torno a lo deseable de la democracia sostenidas por Max Weber y Carl Schumpeter, entre otros, y en los debates respecto a las condiciones estructurales de la democracia, donde autores como Adam Przeworski y Guillermo O´Donnell lideraron la discusión signada por la baja densidad democrática de la última mitad del siglo pasado.
Paradójicamente, la democracia consolidada como forma de gobierno convive con una crisis de legitimidad sobre sus propias virtudes, caracterizada por la apatía en la participación y por el hecho de que los ciudadanos se consideran cada vez menos representados por aquellos que eligieron, o porque están frustrados por los magros resultados de algunos gobiernos.
El dilema, clásico de la posmodernidad, es tratar de comprender el sentido de la democracia y tratar de contestar la pregunta de qué es y cómo funciona la democracia.
Por eso, es bueno reflexionar acerca de lo que creemos que debería ser la democracia. Sin democracia ideal no existiría democracia real, pero es difícil sostener los ideales con la realidad. Cuanto más se extiende la democracia, más alto se encuentran los índices ideales de democracia.
Por lo tanto, debemos convivir con la idea de que la democracia tal como es, no siempre coincide con la democracia que quisiéramos que fuera. Sin dudas, 40 años es poco tiempo en la vida de las naciones. Pero más allá del tiempo, debemos ser perseverantes; con defectos y virtudes, con aciertos y errores, pero siempre con la convicción que podremos consolidar un sistema político que permita construir un país más justo.
No puedo finalizar esta intervención, en una ocasión tan espacial, sin hacer referencia al padre de la democracia moderna en la Argentina. Raúl Alfonsín nos dejó un legado para todos aquellos que crecimos, vivimos y sentimos a la democracia como un valor innegociable.
Junto con sus inclaudicables principios republicanos, su compromiso social, su coraje para enfrentar la adversidad; incluso al punto de poner en riesgo su propia vida, la memoria de Alfonsín ha quedado marcada a fuego no sólo en los corazones radicales, sino en el reconocimiento de la mayoría de los argentinos que han reivindicado su ética, su honestidad y sus convicciones políticas.
Por eso, en este momento tan complejo para la sociedad argentina, más que nunca debemos seguir sus enseñanzas basadas en la defensa de los derechos humanos, en la tolerancia, y en el pluralismo.
Alfonsín fue un hombre de Estado, un político leal, de raza, de los que ya no hay, pero por sobre todas las cosas fue un gran hombre ¡Democracia para siempre!.
Juan Pablo Itoiz
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