Kherson o Jerson, ciudad ucraniana del sur del país, capital de oblast homónimo, con 290 mil habitantes antes de la invasión y captura rusa, fundada en 1776 con el destino manifiesto de la instalación y funcionamiento de astilleros navales en el extremo meridional del Imperio Zarista, retornó a Ucrania tras el retiro de las tropas rusas.
Invadida en marzo de 2022, fue la única capital de provincia que los rusos lograron capturar desde que iniciaron la invasión de Ucrania en febrero de 2022. Pero, incapaces de resistir militarmente el avance ucraniano, las tropas rusas terminaron evacuadas a la orilla sur del río Dniepr.
Militar y políticamente se trata de un antes y un después para unos y otros. El presidente de Ucrania, Volodymyr Zelenski, visitó Kherson al día siguiente del ingreso de sus tropas en la ciudad y declaró “la liberación de Kherson es el comienzo del final de la guerra”. El presidente ruso Vladimir Putin, por su lado, guarda silencio.
Para tomar dimensión del desastre político-militar ruso vale recordar aquella declaración del presidente Putin del 30 de setiembre de 2022 cuando vaticinó a Kherson como “rusa para siempre”. El “siempre” duró poco. Solo algo más de un mes.
Por aquel entonces, el autócrata ruso amenazaba veladamente con el empleo de la fuerza nuclear. El gobierno y el ejército ucraniano hicieron caso omiso de aquellas bravuconadas. Así, avanzaron en el este, particularmente en el oblast de Donetsk, recuperaron varios miles de kilómetros cuadrados y liberaron decenas de pueblos.
La perspectiva guerrera ucraniana ahora visualiza el canal que alimenta con agua potable a la península de Crimea, anexionada a Rusia en 2014, tras un plebiscito celebrado bajo presencia militar rusa. El canal dista a cinco kilómetros a portada de tiro de la artillería ucraniana. Y Crimea es la “joya de la corona” de Vladimir Putin.
Un plebiscito aquel, similar al que llevó a cabo en los territorios ocupados de Donetsk, Luhansk, Zaporijia y Kherson para decidir la pertenencia o no a la soberanía rusa. Salvo en Kherson que el porcentaje favorable a Rusia fue del 86 por ciento, en los demás casos superó con creces el 90 por ciento.
Porcentajes propios de la era soviética, cuando las elecciones siempre eran ganadas con 97 por ciento, como mínimo, de los votos emitidos. Pues bien, en el oblast de Zaporijia nunca fue ocupada la capital y ciudad principal de igual nombre, que concentra más del 60 por ciento de la población.
Y en Kherson, el último censo muestra que la población que se declara ucraniana supera al 75 por ciento del total, mientras que quienes se declaran de origen ruso -no precisamente de nacionalidad- alcanzan al 20 por ciento. Si faltaba algo para demostrar las falacias “putinescas” fueron los festejos de la población de Kherson tras la llegada de las tropas ucranianas.
Besos, abrazos, flores, banderas, ceremonias, todo contribuyó a la euforia de la reconquista. Euforia que se mezcló con la incredulidad: Ucrania echando a Rusia. Sí, increíble pero cierto. Contraste con la ceremonia de hace poco más de un mes cuando Kherson quedó incorporada a Rusia y en la plaza principal, solo vivaban 400 personas.
Viene el invierno, las operaciones militares probablemente queden detenidas o, en el mejor de los casos, ralentizadas. Pero la moral ucraniana está por las nubes, en cambio la rusa… Y es que no es lo mismo defender la patria propia que salir a conquistar los territorios de otros. Tal vez, ahora, el presidente Putin lo entienda.
Plano interno
En rigor, nadie puede pronosticar si el autócrata ruso lo entenderá o no. Es territorio de hipótesis. Pero, en el terreno de los hechos, la ausencia del presidente ruso en la cumbre del G20 -Grupo de los Veinte- en Bali, Indonesia, es por demás elocuente. El “faltazo” no se debió a “razones de agenda” sino a tener que dar la cara tras el papelón de Kherson.
Obviamente, aunque parcial claro, la derrota genera consecuencias internas. Como suele ocurrir con la mayoría de las guerras convencionales, la invasión comenzó con un apoyo popular relativamente masivo. La “propaganda” oficial predispuso en tal sentido a la gente.
El gobierno ruso usó y abusó de esa “propaganda”. En un alarde, mezcla de ingenio y relato, calificó la invasión de “operación militar especial”. Se trataba de recuperar territorios “rusos” y de “echar” a la camarilla “fascista” que gobernaba Ucrania. Fue apelar a los sentimientos de la Gran Guerra Patriótica, como los rusos denominan a la Segunda Guerra Mundial.
La pasividad de Occidente, en 2014, cuando mercenarios rusos y pro rusos invadieron, con pleno apoyo del gobierno Putin, a Luhansk, Donetsk y Crimea, contribuyó a exaltar los ánimos pseudo patrióticos. En definitiva, si hace ocho años se triunfó con mercenarios, ahora con el Ejército la invasión sería poco más que un paseo militar.
Euforia por un lado y amenazas y miedo por el otro. Si el presidente Putin y su gobierno jamás se caracterizaron por ser tolerantes, ahora en guerra -u operación militar especial- por sobre las cabezas de los rusos, en particular los opositores, planeaba y planea la amenaza de la “traición a la patria”.
Con el paso de los meses, lapso impensable al inicio de la invasión, de manera inversamente proporcional, a medida que los fracasos se acumulaban, la euforia y el apoyo mermaba mientras que la protesta crecía.
Dos decisiones del presidente Putin coadyuvaron a su pérdida de popularidad y prestigio. Una fue la citación de 300 mil reservistas. La otra fue la amenaza del empleo de armamento nuclear.
La citación de los reservistas fue el primer indicio claro acerca de lo mal que funcionaban las cosas. Es muy diferente pelear una guerra -más aún una invasión- con el Ejército profesional que hacerlo con el reclutamiento forzoso de civiles. Y los reservistas son civiles que cumplieron a su debido tiempo con el servicio militar. No más.
El reclutamiento resultó un verdadero fracaso. Primero, porque en el borbollón del llamado, citaron a personas que no estaban en condiciones físicas de guerrear. Inválidos, disminuidos, enfermos psíquicos recibieron el citatorio y su inevitable desafectación no se hace de un día para el otro, sino que lleva tiempo.
Segundo porque el llamado generó un “voto con los pies”. Los cálculos extraoficiales -no se difunden los oficiales, claro, ni siquiera para mentir- hablan de cientos de miles de rusos que cruzaron las fronteras del país para huir de un llamado militar que los condena a pelear una guerra de invasión.
Cierto es que la República de Georgia -exsoviética- no es precisamente amiga del régimen “putinesco”, pero los datos que dio a conocer hablan de 700 mil rusos que atravesaron la frontera, de los cuales 100 mil pidieron asilo en la propia Georgia, mientras el resto emigró a terceros países. Como se puede ver, de la euforia, poco queda.
Táctico
Si lo de los reservistas fue un mal paso del autócrata Putin, sus veladas amenazas nucleares fueron otro tanto. En primer término, porque la intención de amedrentar a ucranianos y occidentales falló por completo. Nadie se asustó lo suficiente como para iniciar una negociación. Y, pero aún, el Ejército ucraniano arremetió más que antes.
Tampoco hizo mella sobre Occidente. En particular sobre Estados Unidos cuyo presidente Joe Biden y cuyo secretario de Estado, Anthony Blinken, responden con firmeza cada acción del gobierno ruso y no cejan en la ayuda militar que envían a Ucrania, consistente en armamento de última generación.
Pero a nivel interior, la bravata causó miedo y redujo la confianza de no pocos rusos frente a las actitudes de quién los gobierna. No es para menos. Un ataque nuclear, aunque se trate solo de armas tácticas, traerá aparejada una similar respuesta occidental. Una escalada puede entonces comenzar y nadie sabe cómo puede finalizar.
En cualquier operación militar -también en una política o comercial- establecer con claridad el objetivo es el punto central a tener en cuenta. Una vez definido el objetivo, hace falta elegir una estrategia -varias pueden ser posibles- para alcanzarlo. Y fijada la estrategia, es necesario emprender acciones tácticas que se ajusten a la estrategia.
El presidente ruso definió el objetivo de la invasión como la anexión de Ucrania a la soberanía rusa. Para alcanzar dicho objetivo, decidió invadir militarmente al país vecino en su totalidad. La táctica fue la ocupación de las principales ciudades. Desde la capital Kiev, pasando por la industrial Kharkiv, el puerto de Odessa y la cultural Lviv.
Fracasó. No solo no pudo tomar ninguna de ellas, sino que debió retroceder en todos los frentes al punto de ordenar retiradas como la de Kherson, la única capital de provincia que consiguió ocupar solo por algo más de un mes.
En la actualidad, es posible afirmar que el presidente Putin abandonó el objetivo y aceptó -sin admitirlo- el fracaso de la estrategia. Ya no es imaginable una continuidad de la ofensiva militar para ocupar ciudades. Y no es descabellado esperar nuevos avances ucranianos en los territorios ocupados, inclusive sobre la península de Crimea.
¿Qué hace entonces el gobierno ruso? Pues bombardea ciudades y daña infraestructuras. Sin dudas, provoca dificultades para la población ucraniana, pero ni sorprende, ni alarma por demás. En todo caso, queda claro que la táctica del bombardeo sobre infraestructuras preanuncia un cambio de estrategia y, aún más, un cambio de objetivo.
¿Cuál es el objetivo entonces? Pues, negociar. Recapitulemos, en el actual estado de cosas, con el armamento convencional norteamericano de calidad francamente superior al ruso como quedó demostrado y con la contrapuesta alta moral militar ucraniana frente a lo contario de la rusa, imaginar la “anexión” de Ucrania ya es sencillamente imposible.
¿Qué busca entonces el presidente Putin? Pues que Occidente presione a Ucrania para que acepte un acuerdo que le permita conservar aquellas porciones de territorio que anexionó en los nada creíbles referéndums de hace un par de meses.
Occidente deberá definir si quiere convivir con el autócrata ruso hasta que lo desafíe nuevamente o si prefiere mantener la presión con el avance militar ucraniano y con el descrédito que día a día suma Putin en la propia Rusia.
¿Aislamiento?
El objetivo de la paz mundial a través del acercamiento con los países con gobiernos dictatoriales o autoritarios parece haber quedado atrás. Fueron los tiempos de la muy admirada por aquel entonces canciller federal de Alemania Angela Merkel. Cuando aún era pensamiento generalizado que el comercio floreciente aseguraba la paz.
Merkel creyó casi ciegamente en esa premisa y multiplicó sus encuentros con los autócratas ruso y chino, Vladimir Putin y Xi Jinping, respectivamente. Hoy toca desarmar ese camino. La invasión rusa a Ucrania y la actitud prebélica de China respecto de Taiwán dejan en claro que no es el comercio sino la disuasión el terreno -resbaladizo- sobre el que asentar la paz.
El mundo occidental -los países desarrollados, en particular- aislaron a la Rusia del presidente Putin. Un aislamiento destinado a durar mucho tiempo salvo si el expresidente Donald Trump retorna a la Casa Blanca en el 2024. De su lado, el presidente chino Xi tomó nota del punto y aprovechó la reunión del G20 para acordar reglas en la confrontación con Estados Unidos.
Ahora bien, fuera de los países desarrollados del mundo occidental -que incluye al oriental Japón- las posiciones frente a Rusia abarcan desde el amplio repudio hasta el apoyo sin condiciones. En esta última categoría quedan incluidos los autoritarismos más rancios como Corea del Norte, Nicaragua, Siria y Bielorrusia.
Pero la condena en las Naciones Unidas contra la agresión rusa a Ucrania fue masiva con 143 votos a favor contra 5 en contra, los citados más el ruso. En el medio quedaron 35 países que se abstuvieron, entre ellos Bolivia, Cuba y Honduras. Otros 9 países se ausentaron de la votación, como El Salvador y Venezuela. También la República Islámica de Irán.
Entre los 35 abstencionistas, es decir aquellos que no consideran ilegal e ilegítima la invasión rusa a Ucrania se encuentran casi todos los autoritarismos que pululan por el mundo. Y casi ninguno es un eventual “cliente con poder adquisitivo” de Rusia, con la excepción de dos: China e India. Nada menos que los dos países, de lejos, más poblados del planeta.
Ahora bien ¿Pueden China e India suplir a Occidente, en particular a Europa, como clientes de Rusia? No parece. Por ejemplo, los chinos -el mayor cliente de las exportaciones rusas- deberían comprarle, por ejemplo, el cuádruple del monto de cuanto compran en la actualidad.
Habrá que esperar los datos del 2022, si es que el gobierno ruso los da a conocer, para juzgar el efecto real de las sanciones adoptadas en particular por la Unión Europea. En particular, cuando a comienzos del año 2023 Europa deje de comprar petróleo y reduzca sensiblemente sus compras de gas.
Pero es posible anticipar que la economía rusa sufre el embate de las sanciones. Los cálculos sobre Producto Bruto Interno (PBI) anticipan una caída del 4 por ciento para el año 2022.
Como se dijo, Rusia puede vender en China e India. Hasta puede financiarse en China. Pero ninguno de ellos está en condiciones de suministrar tecnología de punta para explotar, por ejemplo, las regiones árticas, opción estratégica para un país que vive de la exportación de “commodities”, agrícolas o minerales.
Las sanciones operan como un veneno a largo plazo. En Irán, tardaron diez años en obligar al régimen islámico a negociar un acuerdo nuclear. Por eso, a corto plazo, el punto nodal a tener en cuenta no pasa por las sanciones sino por la diversificación de las fuentes de suministro de gas a Europa.
Es que las sanciones no abarcan la adquisición de gas ruso, dada la dependencia de varios países europeos y, en particular, de Alemania, la economía más grande. Si Europa logra reemplazar el gas ruso, no habrá forma de suplir las pérdidas porque los gasoductos Rusia-China no cuentan, ni remotamente, con la capacidad de transporte de sus similares a Europa.
Como se ve, el futuro no pinta bien para el presidente Vladimir Putin.
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