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Israel: el retorno del sempiterno Benjamin Netanyahu de la mano de la extrema derecha

Israel: el retorno del sempiterno Benjamin Netanyahu de la mano de la extrema derecha

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Aun si faltan pasos que no son formales, todo indica que el próximo primer ministro de Israel será, una vez más, Benjamin Netanyahu, el jefe del Likud -el partido de ideología conservadora-nacionalista- que resultó vencedor en las elecciones legislativas anticipadas, las quintas en los últimos tres años.

La derecha en su conjunto -Likud más aliados- obtuvo 64 bancas de las 120 que componen la Knesset, el parlamento israelí. Suficiente claro para formar gobierno, aunque formar gobierno depende de los acuerdos políticos que se alcancen. Es que si alguno de los aliados del Likud no acepta cuanto le ofrezcan, puede retirar sus diputados y obligar a una sexta elección.

No parece ser el caso, aunque las demandas no son tímidas. En particular, las de la extrema derecha israelí que llegó en tercer lugar y que sumó 14 diputados, con una ganancia de ocho bancas. La composición del bloque de derecha es ahora de 32 legisladores del Likud, 14 de la extrema derecha, y 11 y 7 de dos partidos religiosos sionistas. 

Del lado opositor quedó el partido centrista del saliente primer ministro Yair Lapid, la Unidad Nacional de su aliado Benny Gantz, los laicos nacionalistas de Avigdor Lieberman, dos formaciones árabes y los restos del otrora poderoso laborismo representado ahora por solo 4 diputados.

Si la bancada del Likud crece en dos legisladores, al igual que los dos partidos religiosos sionistas, la extrema derecha, de su lado, duplicó su representación legislativa, encabezada por Itamar Ben Gvir, un personaje propio de la marginalidad política, convertido ahora en el “hacedor de reyes”.

De 46 años, Ben Gvir, nieto de abuelos inmigrantes irakíes, de familia laica, pasó a militar en las formaciones ultra religiosas a partir de la Primera Intifada -la rebelión palestina- que duró desde 1987 hasta 1993.

Ben Gvir es todo, menos un republicano. Es violento, homófobo, antiliberal y antidemocrático. Cree en la “supremacía” del pueblo judío y en la venganza contra los árabes. Precisamente, fue condenado en 2007 por incitación al “odio” y por sostener una organización considerada terrorista.

No son pocos los observadores que lo consideran un fascista judío. Algunos van más allá y apuntan a la derechización extrema de buena parte de la sociedad israelí. Para el filósofo de tendencia izquierdista Assaf Sharon, el supremacismo judío de Ben Gvir no forma parte de la marginalidad política de la derecha, sino de su corazón mismo.

Por supuesto, que Benjamin Netanyahu dista mucho del extremismo de Ben Gvir. No obstante, no son pocas las coincidencias como por ejemplo la pretensión de apartar a la Corte Suprema de su facultad sobre la constitucionalidad de las leyes. Pero, Netanyahu que mantiene un largo combate con la justicia por acusaciones de corrupción sabe, que no puede caer en tal extremo.

Como sea, Israel exhibe desde ahora un rostro diferente. Se trata de una sociedad que comienza a orbitar en derredor de postulados antidemocráticos, que presagia mayor violencia frente a los palestinos y que obliga, de alguna manera, a un equilibrio incierto por parte de sus tradicionales aliados del mundo occidental.

Es posible que la nada desdeñable “muñeca” política del futuro primer ministro Netanyahu logre aislar o al menos neutralizar los propósitos extremistas. Por algo, el vencedor de las elecciones es el político que mayor tiempo ejerció la función de jefe de gobierno en la historia de Israel. No obstante, la señal de alerta está dada. 

Palestina al olvido

¿Dónde quedó la cuestión palestina en las recientes elecciones? Pues, en el olvido. Las causas de dicho olvido son varias, pero dos sobresalen por encima del resto: la implosión de la izquierda israelí y la “muerte cerebral” de la Organización para la Liberación Palestina (OLP) que aun gobierna en una Cisjordania recortada por las colonias judías establecidas.

Es posible ir más atrás, hasta 1948 cuando la votación en Naciones Unidas de dividir en dos estados -uno judío y otro árabe- al territorio del mandato británico en Palestina fue rechazada por los estados árabes, en particular Egipto, Siria, Jordania e Irak.

En aquella ocasión, no se trataba de la “causa palestina”, inexistente entonces, sino de la “causa árabe” cuyas consecuencias, además de varias guerras, motivaron el exilio de muchos árabes que habitaban el novel Estado de Israel -tras la derrota militar de 1948- con el consiguiente abandono de sus propiedades urbanas y rurales, actualmente reclamadas.

Tras la guerra de 1967, la causa árabe dio paso a la causa palestina con la creación de la citada OLP, conformada por varios movimientos, el principal de los cuales fue Al Fattah bajo el liderazgo de Yaser Arafat.

Fueron los acuerdos de Oslo de 1993 que dieron origen a la autonomía palestina, hoy cercenada por doquier, y abrieron paso a una paz que feneció a último momento con la intransigencia de uno y de otro en aceptar concesiones de relativa importancia.

Tras las culpas “del otro” que fueron esgrimidas para justificar el fracaso las consecuencias fueron malas -o muy malas- para todos. Del lado israelí, la segunda Intifada -rebelión popular- palestina determinó el cuasi final de la izquierda democrática y su reemplazo por una derecha nacionalista y religiosa, cada vez más extrema y menos demócrata.

Del lado palestino, años y años de fracasos llevaron al descreimiento total sobre una dirigencia a cuyo frente, con solo soberanía formal en Cisjordania -no así en Gaza-, el anciano Mahmud Abbas transita con cada vez menos poder desde el 2005.

En la Franja de Gaza gobierna el Hamas, representante de la corriente del islam político que nunca convocó a elecciones libres desde el 2006, ocasión en la que -mediante voto popular- desalojó a la OLP del poder en el territorio.

Así, la causa palestina quedó en un “impasse”. Los países árabes, día a día, la abandonan para establecer relaciones con Israel. Los Emiratos Árabes, Bareín, Marruecos y Sudán se sumaron así a Egipto y Jordania que normalizaron relaciones hace varias décadas. Arabia Saudita abrió sus cielos a la aviación comercial, incluida la israelí.

En cuanto a los Estados Unidos, el cambio es por demás notorio. Al “Plan de Paz” del expresidente Donald Trump, completamente favorable a Israel, lo sucede un retorno a la solución de dos estados “sobre la base de las fronteras de 1967”, como posición oficial bajo la administración del presidente Joe Biden.

Con una salvedad, señalada por el propio presidente Biden en su visita a Belén en julio del 2023. En la ocasión, dejó bien en claro que “a la hora actual, el terreno no es propicio para la reanudación de las negociaciones”.

Pero, el aparente “statu quo” no es tal. La dinámica de los hechos hace que las colonias judías en Cisjordania no solo dejen de ser marginales, sino que su peso político se haya convertido casi en determinante a la hora de votar o de ser elegido, de allí el avance de la extrema derecha.

Es más, ya no son pocos -desde organizaciones de derechos humanos hasta exministros europeos de Relaciones Exteriores- quienes consideran que el régimen israelí actual se ha convertido en un sistema de “apartheid”, cercano al que una vez “reinó” sobre Sudáfrica.

La vecindad

Las fronteras israelíes reflejan actitudes diferentes por parte de cada uno de los vecinos. La frontera sur compartida con Egipto es una muestra de entendimiento, si se exceptúa el minúsculo territorio palestino de la Franja de Gaza donde gobierna el Hamas, versión del islam político cercano a los otrora poderosos Hermanos Musulmanes de Egipto.

Cabe señalar que, tras la guerra del Yom Kippur de 1973, los acuerdos de Camp David, firmados por el después asesinado presidente egipcio Anwar el-Sadat y por el entonces primer ministro israelí Menachen Begin, bajo la anuencia del presidente norteamericano Jimmy Carter, lograron una paz que se mantiene desde 1979 hasta la fecha.

Similar, aunque de fecha más reciente, es la situación con el vecino oriental, el Reino Hachemita de Jordania. El tratado de paz con Israel fue firmado en 1994. Con el expresidente Jimmy Carter como testigo, el primer ministro israelí, después asesinado, Isaac Rabin y el rey Hussein acordaron finalizar el estado de guerra, situación que también perdura hasta la fecha.

Todo lo contrario, ocurre con el vecino nororiental Siria. Allí, gobierna el dictador Bashar al-Assad protagonista y triunfador parcial de la guerra civil que azota su país. Siria continúa en estado de guerra de hecho con Israel que ocupa las alturas del Golán, territorio sirio conquistado en 1967 y anexado posteriormente.

Pero la novedad reciente, por excelencia, es el acuerdo limítrofe marítimo con el Líbano. Como en Siria, el Líbano mantiene un estado de guerra de hecho con su vecino sureño Israel. La frontera que separa a ambos estados presenció incursiones israelíes, aérea y terrestres, y lanzamientos de cohetes desde el Líbano hacia territorio israelí.

Y es que en el Líbano se da una anomalía en cuanto al monopolio de la fuerza. Ni el Ejército libanés, ni la policía, ni ningún cuerpo estatal armado participa del hostigamiento a Israel. Lo hace el Hezbollah, un partido político islámico radical chiíta, que cuenta con numeroso armamento suministrado particularmente por la teocracia que gobierna Irán.

Pues bien, pese al contexto, el 27 de octubre de 2022, Israel y el Líbano firmaron el citado acuerdo de frontera marítima. La razón de ser de este acuerdo es el cada vez más estratégico gas cuyos yacimientos abundan en el área subacuática próxima a ambos países en el Mar Mediterráneo.

Como suele ocurrir, tras la cuestión de fondo: el relato. Que no se trata de un tratado internacional sino un mero acuerdo técnico. Que no lo firman representantes de ambos países, sino cada uno por separado con los Estados Unidos. Que el Hezbollah se opone a todo, salvo al “acuerdo técnico”.

Como se ve, la necesidad tiene cara de hereje.  Los altos precios del gas como consecuencia de la invasión rusa a Ucrania y el estado de bancarrota en el que se debate el Líbano fueron motivos suficientes para vencer la intransigencia de los fundamentalistas del Hezbollah.

Al respecto, el jefe del Partido de Dios -traducción de Hezbollah- Hassan Nasrallah saludó el acuerdo como “una muy grande victoria para el Líbano: para el Estado, el pueblo y… la resistencia”. Evidentemente, a la hora de argumentar –“relatar”-, todo es posible.

A lo lejos

Israel es uno de esos muy pocos países que, sin alcanzar un estatus de potencia, suscita la atención en el conjunto de los estados del mundo. O a favor, o en contra, los gobiernos del planeta -o al menos una parte trascendente de ellos- se pronuncian, adhieren o rechazan cuanto Israel hace, dice o calla.

Sin dudas, y en gran medida, el holocausto de la Segunda Guerra Mundial a manos del nazismo mucho tiene que ver con la cuestión. Por solidaridad, pero más aún para lavar culpas, sobre todo por parte de los estados ocupados por el ejército alemán de entonces, donde los colaboracionistas locales señalaron, entregaron o capturaron a judíos de su país.

También no es de menor importancia la diáspora judía por el mundo. Apátridas durante siglos, perseguidos muchas veces -antes del nazismo-, los hebreos se dispersaron por el mundo. Laboriosos como pocos como respuesta al desdén de gran parte de los nativos, se abrieron paso e influenciaron sobre muchas decisiones de los Estados donde recalaron.

Sin embargo, los excesos del gobierno y de la sociedad israelí, en particular con la proliferación de colonias judías en Cisjordania, modificaron las percepciones. Si bien ya nadie sigue en el mundo a las desacreditadas autoridades palestinas, Israel generó un cansancio -por no decir, hartazgo- con su política de hechos consumados.

Desde las citadas colonias que cada vez son más y que ya no son salvajes sino “establecidas” por el propio gobierno, pasando por la anexión unilateral de las Alturas del Golán de soberanía siria hasta la ocupación en 1967 y la también anexión inconsulta de Jerusalén este, la comunidad internacional no parece dispuesta a emitir nuevos cheques en blanco.

Es el caso de Australia que renunció a reconocer a Jerusalén como capital de Israel. Fue el expresidente estadounidense Donald Trump el primero en aceptar la capitalidad del Estado judío en la ciudad de Jerusalén en 2018. Previamente, la capital fue la ciudad de Tel Aviv.

Por el contrario, otros países mejoraron o reanudaron sus relaciones con Israel, en algunos casos con consecuencias directas sobre la política interior del gobierno israelí. Fue el caso de la Unión Europea que, tras diez años de impasse, reanudó la reunión del Consejo de Asociación UE-Israel.

Claro que la reunión se llevó a cabo con el gobierno anterior de Yair Lapid que no es lo mismo que el muy probable nuevo gobierno que encabezará Benjamin Netanyahu. Es que Lapid preconizaba la vieja fórmula de la constitución de dos estados -uno judío y otro árabe- algo que para nada conforma a Netanyahu.

Otro tanto puede decirse de la reanudación plena de las relaciones entre Israel y Turquía. Ocurrió también durante el gobierno saliente. El punto es trascendente porque el islam político que gobierna Turquía de la mano del presidente Recep Tayyip Erdogan es cercano aliado del Hamas que administra la Franja de Gaza.

Para un lado o para el otro, las relaciones que se tejen o destejen en derredor del Estado de Israel no son meras aproximaciones. Forman parte de los avatares de su política exterior y de su política interna.

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